Acaba de cumplirse veinte años de uno de los episodios más sangrientos de la historia de nuestra región Caribe y de toda la nación: la masacre de El Salado, corregimiento de El Carmen de Bolívar en el que más de 400 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia acuchillaron, mataron a golpes y acribillaron a balazos a 61 campesinos durante cinco días de infierno, entre el 16 y el 21 de febrero de 2000. Fue ese uno de las más dolorosos y terribles episodios de la desenfrenada máquina de guerra en que se convirtieron los grupos paramilitares que operaron en la Costa Norte. Para esos mismos años ya había ocurrido otras masacres en los departamentos del Magdalena y Cesar, regiones duramente golpeadas por el accionar de las motosierras y los fusiles de estos grupos genocidas cuyos integrantes buscan hoy en perdón colectivo.
Cuentan las investigaciones atribuyen a los jefes del Bloque Norte, Salvatore Mancuso, Rodrigo Tovar Pupo (“Jorge 40”) y John Henao (alias “H2”) la planeación y organización de la masacre, que cobró la vida de 8 mujeres y 53 hombres, de entre estos tres menores de 18 años y 12 jóvenes entre los 18 y los 25 años.
La lujuria de sangre, odio y salvajismo que se apoderó de los autores son horrorosa personificación de la degradación a la que puede llegar el corazón humano cuando se permite que reinen en él la avaricia y la ira. Lo que ocurrieron en esos seis días infaustos representan también lo peor de lo que podemos ser capaces los colombianos, cuando dejamos que el afán desmedido por el poder o el dinero signen nuestras almas, trastocando todos los valores que permiten acercar al hombre hacia la mejor versión de sí mismo.
El Salado, que en un país avanzado y munífico sería municipio próspero e influyente, pues en su tierra feraz pegan de maravilla el apetecido tabaco fino y las especies tan nuestras de ahuyama, ajonjolí, maíz, yuca y ñame, es símbolo de atraso y subdesarrollo por esa visión mezquina que hemos mantenido frente a las provincias. Mientras los más aguzados empresarios miran hacia los ecuatoriales como espacios para millonarias inversiones agrícolas, y las potenciales mundiales coquetean con gobiernos tropicales con el fin velado de reservar las extensas despensas de alimentos que les faltarán en sus naciones poderosas, acá seguimos mirando con desdén tierras que nos parecen lejanas y, con ello, sometidas al olvido, que en cierto modo es también una forma de desprecio.
Solo 1.200 de los 4.000 habitantes que tenía El Salado antes de la masacre se han resuelto a retornar a su pueblo, y permanecen allí, con los retoños que desde entonces le han aportado a su mundo, desde 2002, luchando contra sus justificados miedos.
Dos décadas después, los salaeros siguen contando su historia y honrando a sus muertos, pero también exigiendo atención a sus derechos: contar con un buen servicio de salud, o con agua permanente, y alcantarillado para alejarse de prácticas contrarias al desarrollo saludable, son inversiones que apenas compensarían en algo sus traumáticos recuerdos.
Pero hay algo más mundano para ellos, por lo apremiante: el derecho a completar el cobro de los seguros que faltan, que no han podido percibir a causa de las amenazas de muerte contra sus líderes sociales.
Las almas de El Salado como de otros tantos pueblos del Caribe no merecen ser recordadas solo en febrero ni en solamente en las fechas en las que ocurrieron los genocidios. Miremos y hagamos más, y en forma permanente, por quienes retornaron contra todos los pronósticos al único hogar que sienten que les pertenece, y en el que ruegan que la brutalidad jamás vuelva a regodearse. Pero para ello también es necesario el concurso del Estado, el cual sigue siendo indiferente, ciego, sordo y hasta mudo. Muchas comunidades viene reclamando mayor atención y no la han recibido. Ojalá y se tenga la voluntad política para ello.