La lucha contra el terrorismo es, sin duda alguna, una de las más difíciles que afrontan las autoridades y gobiernos de todo el mundo en las últimas décadas debido a tres elementos específicos. El primero se refiere a que se trata de un fenómeno cuyo modus operandi es de los más variables e imprevisibles en el universo criminal. Las modalidades para perpetrar este tipo de actos que, como su nombre lo indica, tienen por objeto generar terror indiscriminado entre la población, son tantas que difícilmente se puede encontrar un sistema de prevención y reacción capaz de neutralizarlas de manera sustancial.
En segundo lugar, como lo han diagnosticado múltiples estudios y análisis a lo largo y ancho del planeta, el terrorismo se convirtió en el arma principal de lucha de muchas organizaciones de distinta índole política, económica, social, religiosa, ideológica y de un sinnúmero de motivaciones que acuden a la violencia como principal eje de presión para conseguir sus objetivos, cualesquiera sean. Una de las principales conclusiones globales respecto a la dificultad para combatir los focos de terrorismo es, precisamente, la facilidad con que el perpetrador accede a las herramientas para incurrir en este tipo de violencia. Un cuchillo de cocina, un vehículo particular normal, una avioneta civil, un arma de pequeño calibre, un explosivo casero, un químico de venta libre e incluso cualquier tipo de producto de uso común terminan dándole al atacante las circunstancias de modo, tiempo y lugar para llevar a cabo su cometido ilícito.
Y, en tercer lugar, se encuentra el hecho mismo de que el terrorismo es visto, perversa y lamentablemente, por muchas organizaciones como una especie de elemento ‘nivelador’ de la guerra, sea esta de baja, media o alta intensidad. Sin importarles que se trate de incurrir en delitos de lesa humanidad y la mayor barbarie posible, sus impulsores consideran que por esa vía espuria se difumina la ventaja estratégica y táctica que se deriva de una mayor o menor cantidad de arsenal bélico, de una mayor o menor cantidad de pie de fuerza armado, de una mayor o menor cantidad de información de inteligencia, de una mayor o menor cantidad de estatus geopolítico y de una mayor o menor cantidad de dominio territorial.
Colombia, que arrastra más de seis décadas de conflicto armado y que ha sufrido una violencia transversal generada por actores criminales de la más distinta motivación, pero todos coincidentes en acudir a la barbarie y la sevicia, es de los países con mayor número de víctimas por actos de terrorismo en la historia reciente.
Por eso la importancia que en nuestro país se haya realizado ayer
la tercera edición de la Conferencia Ministerial Hemisférica de Lucha contra el terrorismo, ese monstruo de mil cabezas que día tras día muta y hace aún más difícil las posibilidades de los Estados de contrarrestarlo. Ya no se trata solo de poder maniobrar eficientemente ante amenazas creíbles de ataques con explosivos, incursiones armadas indiscriminadas contra civiles o atentados dirigidos contra objetivos específicos que no son considerados blancos legítimos al tenor del Derecho Internacional Humanitario. Ahora hay nuevas modalidades que tienen un mayor rango de afectación y poder de desestabilización, como los ataques químicos, que tuvieron su auge hace dos décadas, pero que ahora han evolucionado a otro tipo de modus operandi de mayor espectro, como ataques informáticos, hackeos a gran escala a sistemas tecnológicos públicos y privados de toda índole e incluso intrincadas campañas de manipulación y desinformación a través de los medios de comunicación masivos y las redes sociales, hoy convertidas en la principal autopista de tráfico de contenidos y datos de la historia moderna.
Es evidente que en un mundo dominado hoy por la era digital y la información en línea, esta termina siendo el arma más importante para confrontar al terrorismo, sea cual sea su motivación y sean cuales sean sus causantes.