La selva amazónica, presa de múltiples incendios, ejerce un rol crucial en la estabilidad de los climas regional y mundial, y su destrucción, aunque parcial, tendría consecuencias para la temperatura y la biodiversidad del planeta.
La cuenca amazónica alberga la mayor selva tropical del mundo, cubriendo más de cinco millones de kilómetros cuadrados. Pero alrededor de un 20% ha desaparecido durante el último medio siglo.
El 60% de la superficie de la Amazonía se encuentra en Brasil, y se extiende también sobre Bolivia, Colombia, Ecuador, Guayana francesa, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela.
En 2017, de los aproximadamente 160.000 km2 de bosque tropical perdido, el 35% se encontraba en la Amazonía y más de una cuarta parte en Brasil.
Unos 150.000 incendios devastaron ya la Amazonía brasileña este año. Aunque es menos que en 2016. Entre 2002 y 2010, hubo cinco años en los cuales el número de incendios en agosto superó los 200.000. Pero la “temporada de incendios” alcanza generalmente su apogeo en septiembre.
En la Amazonía, cuando se desmaleza una selva, se sacan los troncos pero el resto de la vegetación se quema en el lugar durante la temporada seca, que dura de julio a noviembre. En las tierras agrícolas, o de pastoreo, la vegetación y las malas hierbas también se acumulan, esperando la llegada de la sequía. Esto es lo que está ardiendo en este momento, explican los expertos.
Las selvas del mundo -y en particular las de los trópicos- absorben entre el 25% y el 30% de dióxido de carbono (CO2) que la humanidad libera a la atmósfera (los océanos absorben un 20% más). Sin estas “aspiradoras” de CO2, la temperatura en la superficie de la Tierra sería mucho más elevada y el riesgo de un calentamiento global rápido, superior. Además, cuando la selva se quema -generalmente para permitir cultivar soja, palma, o para la cría de ganado- una parte del carbono que contiene se libera súbitamente a la atmósfera y acelera el calentamiento del planeta.
Además de captar y almacenar el carbono, las selvas influyen en la velocidad del viento, los regímenes de lluvias y la composición química de la atmósfera.
La Amazonía alberga igualmente un número impresionante de especies: 40.000 plantas diferentes, 3.000 peces de agua dulce, casi 1.300 pájaros, 370 reptiles. Es uno de los últimos refugios del rey de la selva de América Latina, el jaguar, pero también de los delfines rosas, amenazados de extinción. Y en 20 años, se descubrieron 2.200 nuevas especies de plantas y de vertebrados. En cambio, es inexacto afirmar que la Amazonía es el pulmón del planeta. Según Jonathan Foley, director ejecutivo del proyecto Drawdown, esta selva produce alrededor “del 6% [de nuestro oxígeno], incluso quizás menos”.
La alarma mundial por la ola de incendios en la Amazonía brasileña abrió de nuevo el debate sobre cómo proteger al llamado “pulmón del mundo”, afirmación que deja de ser propia del romanticismo ecológico si se tiene en cuenta que en esta cuenca, que se expande por más de nueve países, se origina casi una quinta parte del oxígeno del planeta al tiempo que es el principal sumidero para combatir los gases de efecto invernadero.
Más allá de la polémica en torno a la política ambiental del gobierno de Jair Bolsonaro así como de las reacciones contradictorias a nivel externo en torno a si debe procederse a castigar a Brasil por los más de 72 mil incendios forestales este año o, por el contrario, crear un frente común con todos los países amazónicos para delinear una nueva estrategia para proteger el principal nodo de biodiversidad y de bosque tropical del mundo, lo cierto es que, al final de cuentas, la discusión desemboca en un mismo escenario: ¿de dónde deben salir los recursos billonarios para salvaguardar la Amazonía, bajo el entendido de que esta es vital para la supervivencia de toda la humanidad?
No es un debate menor. En los últimos días ambas posturas quedaron sobre el tapete. De un lado, el gobierno francés alcanzó a plantear la posibilidad de frenar el acuerdo comercial entre el Mercosur y la Unión -que lleva más de 20 años en negociación- como fórmula para forzar a Brasil a corregir sus métodos de desarrollo local frente a la Amazonía. De igual manera algunos movimientos ecologistas empezaron a impulsar la posibilidad de un veto internacional a las exportaciones agropecuarias de los brasileños, como ‘castigo’ a las posturas de Bolsonaro en torno al cambio climático y las políticas agroindustriales en territorio amazónico.
Obviamente aterrizar cada idea a la realidad no es un tema fácil. Hay asuntos de soberanía, económicos y de geopolítica de por medio, por más que la corresponsabilidad internacional en el cuidado de la Amazonía sea ya un compromiso bastante aceptado. Lo importante, en todo caso, es que no solo se logre superar prontamente la emergencia por la ola de incendios, sino que la nueva estrategia de salvaguarda del “pulmón del mundo” sea equilibrada, realista y con un horizonte de financiación que tenga un alto componente externo.